Si se me permite el mal gusto de sonreír en medio de este gran funeral que fue 2016, debo reconocer que fue un buen año para mí, bueno a secas, pero bueno al fin por muchas razones intrínsecas que
no vale la pena traer a cuento pero, sobre todo, porque he vuelto a escribir.
Lo hice este año después de la abrumadora falta de tiempo que me agobió en los
años recientes, del shock de haberme convertido en padre y de un bloqueo
creativo que me hizo creer que todo había acabado para siempre. Y soy
consciente de que la suspensión de mi escritura creativa, mi penosa agrafía, me
obligó a replantearme lo que quiero de la literatura y del mundo literario, y
retomar mi proyecto de una manera más honesta, alejado aún tanto del realismo
ramplón como de la fantasía manida que parecen imperar en esta época, y sin
embargo ahora tomando con mayor conciencia como fuente de inspiración mi propio yo como sujeto histórico, los efectos que en mí
reflejan los tiempos que corren, pero también los aspectos de mi vida que
parecen menos importantes, las pequeñas cosas que me salen al paso y que casi
no se ven, cosas tan insignificantes que ni siquiera tienen nombre, cosas
opacas que una mirada atenta o una palabra exacta vuelven traslúcidas; escribir
de ello con una voz honesta y austera, una forma de decir sin rodeos, sin
ampulosidad o demasía en las palabras, escribir con la entonación más clara y
concisa que pueda hacer pasar a través de mi mente atribulada, contemplar todo
como una gran pintura que se estira hacia cualquier parte, captar sus elementos
vivos y sacarle un color o un brillo frotándola con los ojos, algo, magia
dormida en el pasto marchito, en los dientes de león que ya ninguna emoción se
detiene a soplar, un viso, un indicio, algo que me haga sentir más despierto;
escribir como si sólo con mirar bastara, como si el reflector de la atención
por sí mismo fuese capaz de iluminar el mundo y escanciar la prosa sobre la página, por
gusto, porque la vida es corta, sólo motivado por esta voluntad de consignar,
registrar, imprimir, esta obstinación de disparar imágenes sobre la pantalla,
de mirar con fruición una presencia, una personalidad, un gesto, una sombra fugaz y
transmitir todo ello como corriente eléctrica hacia mis dedos y dejarlo, intacto, sobre
la página, de auscultar el tiempo y el espacio, de extraer poesía de las
piedras, de lo que no es poesía, esta manía de observar que a veces me
paraliza, me sustrae de las agitaciones sociales, de esa red de confusiones y
voces que son los seres humanos, introduciéndome en una especie de trance, una
duradera suspensión de ese yo que participa de la vida social, para sumergirme
de lleno en ese otro yo que entiende, en ese oído que mira y ese ojo que
escucha, en la otra conciencia que busca las formas generales, la experiencia
que escudriña con respeto los andamios de palabras que otros urden para
sostener sus lujosos templos de ideas, y luego se detiene, con modulada
atención, con sincero amor, ante la emoción sencilla, la más clara y general de
todas, tan clara y evidente como la luz de la mañana o como la sangre seca
mezclada con mugre en las rodillas de un niño, esa conciencia poderosa, paralizante, que algunas
mañanas me ha aconsejado quedarme en casa, atrincherarme, esperar a que se
calmen todos, que le bajen dos rayas a su ridículo mundo, o bien terminen de
enterrarlo de una buena vez, mientras yo contemplo las pequeñas cosas y dejo
que lentamente se difumine el día, como hoy, que me he quedado en casa.
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