domingo, 17 de julio de 2011

Cuando Lope de Vega escribía algo nuevo había cierta trivialidad: una nueva obra suya era como añadirle un pelo a un gato.

jueves, 7 de julio de 2011

¡Ya cállate, carajo!

Hola, hace rato estaba pensando que mis maestras de prepri y primaria tienen la culpa de que yo sea tan antisocial. Cuando era niño hablaba todo el tiempo con todos, y en el salón las maestras verracas se la pasaban poniéndome sellos de periquitos en mis cuadernos (también me ponían puerquitos porque tenía los cuadernos llenos de mugre, mojados o con restos de comida, pero ésa es otra historia). La boleta de calificaciones, que debía mostrar a mis padres para que la firmaran, venía con la advertencia: "que ya no platique tanto". Mis papás, molestos, me decían: no platiques en clase, hijo, para eso está el recreo. No entendían que el recreo era para jugar, no para platicar. Y aunque las maestras me sentaran en la primera fila en el salón, no podía evitarlo: tenía tantas cosas que decir. Así que seguí plática y plática hasta que la maestra explotó en plena clase: ¡Federico! ¡Ya cállate, carajo! ¡Eres un perico! Me gritó más fuerte que a los demás, su grito sigue reverberando en mis oídos. No me quedó más remedio que obedecer, me sentí herido pero decidí que ya era suficiente, que podría decir todo lo que tenía que decir en el recreo. Pero cuando llegó la hora del recreo los niños se burlaban de mí, apenas abría la boca, me decían: ¡ya cállate! ¡carajo, cierra el pico!, y se carcajeaban. Recuerdo con hiriente nitidez a una niña de colitas y calcetas con pompones que me gritó: ¡Federico Perico! ¡Federico Perico!... ¡Feperico! Ésa fue la puntilla: a partir de ahí, mi nombre fue Feperico. El coro de los mocosos que formaron una rueda en torno a mí fue atroz: ¡Feperico! ¡Feperico! ¡Feperico! Paradojas de la vida: Feperico ya no hablaba con nadie: desde entonces me volví huraño. Ahí empezó mi largo mutismo, por no decir autismo. Mi espíritu, hasta entonces volcado hacia los demás, se dio media vuelta y se dirigió hacia mí: conocí los placeres y desazones de la introspección. Pude haber muerto de depresión, la mordaza cruel que me habían impuesto en la escuela me asfixiaba, pero afortunadamente apareció casi de inmediato un nuevo grupo de amigos con los que podía seguir conversando, pero en silencio, casi en secreto: los escritores y los personajes literarios. No sé si quienes me leen en México se acuerden, pero uno de los libros de Español de la SEP incluía el magnífico cuento "Los dos reyes y los dos laberintos", de Borges. No puedo describir el asombro que me provocó leerlo. Leer por primera vez a Borges es una experiencia invaluable que le deseo a los millones de niños que están en la escuela ahora mismo. En mi caso, su lectura supuso un deslumbramiento tan grande, que me empujó a leer todo lo que fuera posible encontrar de Borges y de los muchos otros autores en los que él se desdobla, a quienes he descubierto a través de él, y cuyas páginas han iluminado todos y cada uno de mis días hasta hoy. Desde entonces sé que el silencio permite otro tipo de diálogo, mucho más profundo y lleno de emoción y sentimiento. La literatura me ha permitido volver a ser el niño que habla y habla y habla pero también escucha, también sabe estar en silencio. Ya no soy tan huraño, hablo con quien quiere dialogar, y agradezco a quienes me impusieron el silencio en mi infancia porque sé que si no lo hubieran hecho yo seguiría hablando sin freno, pero diría puras pendejadas, como ellos, baste decir.