lunes, 18 de octubre de 2010

Las agendas dicen que primero va la muerte y luego el cielo, primero el día de muertos y luego la navidad. Tim Burton escribió The nightmare before Christmas pensando en lo curioso que resulta que en estos meses se combinen la navidad y la muerte. Sin la navidad, el invierno sería la estación más deprimente del año. Todas esas mentiras alegres o fantasías que sostienen la ilusión de la navidad, mitigan la amargura del ambiente frío y grisáceo que la naturaleza prodiga durante esta temporada. El año termina (y empieza) en medio de un frío sañudo que agrieta la piel. El frío hace más visibles a los indigentes, como si los regresara a la vida. Los indigentes son los verdaderos protagonistas de la navidad, porque es el período del año en que se les presta mayor atención. La moral de la navidad implica una compasión ante el triste baile de esqueletos tiritantes que inútilmente huyen del frío. Una piedad por los que siempre pierden. Todo va palideciendo hasta sumirse en tinieblas y revelar el mundo podrido de la miseria. Qué cantidad de fantasías necesitó crear esta sociedad para no sucumbir ante semejante miseria que agrieta el corazón. Cuánta imaginación fue necesaria para convertir esta temporada desolada en un sueño feliz de muñecos de nieve, renos voladores tirando de trineos, ángeles y reyes magos en las vitrinas de las tiendas, pinos que fructifican en manzanas de vidrio soplado, casas de juguete y estrellas que crecen de sus ramas ataviadas con guirnaldas y luces parpadeantes, copos de nieve cayendo en cada recuerdo del año que está acabando. Qué gran marihuanada es la navidad. Cuando era niño, una vez entré en una tienda K2 y todos los muebles estaban cubiertos de esferas diminutas de unicel, nieve hecha de espuma plástica. Mi cabeza de niño creyó que los muebles se vendían con todo y unicel, y la idea de vivir entre esa nieve de utilería me pareció de lo más divertida. Claro que en esa época creía también en los Reyes Magos. Lo he recordado hoy que veía este episodio de La Dimensión Desconocida, en el que un borracho que trabaja de Santa Claus en un almacén le pregunta a un cantinero: ¿por qué supone que en realidad no existe Santa Claus? ¿Por qué no hay un verdadero Santa Claus para niños como ésos?





lunes, 11 de octubre de 2010

Ayer que fue domingo imaginaba a cada uno de ustedes buscando el modo de descansar y olvidarse de los problemas que tienen encima, espantarse el síndrome de mañana es lunes, el horror concéntrico de los domingos. Los imaginaba evadiéndose, en la televisión, en los videojuegos, en la música. O en el internet echando un vistazo a la vida de sus amigos vía Facebook, viendo las fotografías de tiempos más felices, escribiendo comentarios de a ver cuándo nos vemos que tímidamente son llamadas de auxilio, aderezadas con gracejos o caritas smiley para no parecer muy serios, la seriedad es tabú. Cuando se lleva una vida sedentaria hay que vivir huyendo del aburrimiento. La semana pasada escuchaba a un filósofo calvo y obeso decir que pasa demasiado tiempo rascándose la nariz, y que si al final de su vida hiciera un recuento de ese tiempo resultaría que se pasó varios meses rascándose la nariz. Bien podría contabilizar también el tiempo en que se rasca la cabeza, la espalda, los brazos, los muslos, los pies, y entonces resultaría, me temo, que la vida se le desmoronó en rascarse, una cifra alarmante de tiempo perdido. ¿Qué es el tiempo? ¿Un despilfarro cósmico? ¿Una imprudencia de Dios? Qué difícil resulta a veces dotar de sentido pleno al tiempo que transcurre, qué triste resulta no poder detener los momentos felices, congelar el tiempo y que la vida ya no se escape de nosotros, y también qué difícil es encontrar de verdad ese instante que querríamos que durara para siempre, la cima absoluta de nuestras vidas, desde la cual podríamos sentir el impulso que Goethe infundió a Fausto y decir: "¡Detente, instante, eres tan bello!" Resulta por demás complicado identificar ese momento, saber que será la cúspide, el desiderátum de toda una vida. Y, en realidad, no creo que sea muy grato identificarlo, porque en el fondo siempre quedará la duda y, más aún, el deseo de un instante más bello. Esa posibilidad se irá desvaneciendo conforme se acerque la muerte, y quién sabe si al final podremos distinguir cuál fue la cima de nuestra vida. 'Siempre' es una palabra absurda, mentirosa. La luna nos parece eterna, que siempre estará ahí, pero sólo la veremos un número limitado de veces, de hecho muy pocas, igual que los ojos de una niña bonita o la sonrisa de la madre. Y sin embargo, la luna también puede aburrirnos. La llegamos a ver con el mismo entusiasmo con que nos rascamos la oreja mientras bostezamos. Hay que buscarle alguna novedad para no llegar a odiarla o considerarla estúpida, otra ocurrencia chusca de Dios; hay que buscarle el conejo, imaginar que a lo mejor es un disco y que algún día saldrá volando y no volverá a ser vista por ojos humanos, o que es un holograma o una esfera de lata hueca que los antiguos pusieron en órbita hace millones de años. Sólo así la luna volverá a resplandecer y seguirá siendo objeto de maravilla, en la medida en que podamos encontrarla variada, nueva, inventarle historias emocionantes. Y así para todo. No es fácil ver por enésima vez la entrada de Los Simpsons y volver a encontrarla graciosa, quererla íntimamente, recordar porqué la serie es tan buena, porqué al final valió la pena haber pasado tanto tiempo frente a la tele para verla. Si no existe la capacidad de variación, si la vida llega a ser a tal grado monótona que nos parezca que la hemos desperdiciado en rascarnos la nariz, como aquel dizque filósofo, creo que nos exponemos a una cruel implosión de serotonina y a una depresión atroz.

Toda esta chaqueta senti-mental para compartirles la nueva entrada de Los Simpsons dirigida por Banksy (seguramente ya la vieron). Es amarga y al mismo tiempo hilarante. La gran comedia de nuestras juventudes perdidas está al aire en una cadena televisiva de right wing, propia de un país que exporta esclavitud y racismo, pero sabe hacerlo sacándote una sonrisa. Toda realidad tiene dos caras, un lado oscuro, como la luna.